martes, 3 de mayo de 2016

Dar pena

Salgo de casa. La noche promete ser fría. Decido ir a la derecha. No tengo rumbo fijo. Camino al amparo de las sombras. La luz de las farolas va tintineando, a veces llega a apagarse del todo. Noto el gélido aire en mi mejillas. Necesitaba salir de casa; todo el día encerrado me gira las ideas. Necesito sentirme libre, necesito sentirme yo. Voy paseando. Las calles están desiertas y se empieza a formar una ligera niebla. Yo sigo dando tumbos por las afueras del pueblo. Al sacar un cigarrillo noto el descenso de la temperatura en las manos. Pienso que voy a resfriarme. Enciendo el pitillo y continuo vagando por la noche. Llevo casi 20 minutos perdido, encontrándome a mi mismo y veo que es hora de parar. Me siento en un pequeño parque; los arbustos del perímetro me sirven de cortavientos. Me pongo a pensar mientras mis dedos sujetan esa barrita de cáncer. ¿Qué vas a hacer con tu vida? ¿Dónde quieres ir a parar? Estas y muchas otras preguntas fluyen por mi mente. No tengo respuestas, ilusiones ni sueños. Estoy estancado. Pudriéndome en la soledad de mi existencia. Apago la colilla con los dedos y la lanzo a una papelera. ¿Vuelvo a casa? Decido ir al único bar que queda abierto. Llevo algo de dinero y puedo ahogar las penas. Horas después me doy cuenta que las penas, penas son pero saben nadar. Me siento igual de mal, no, peor. Pago y me voy. El camino de vuelta se hace más largo, las calles más estrechas y mi garganta me convierte en una fuente. Veo como se pierde en el vómito la poca dignidad que me quedaba. Me voy a dormir, mañana será otro día.

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